Silencio y una mirada. Todo negro, todo oscuro. No me alteré, todo parecía
estable. Nadie estaba cerca, no había nada, no había nadie. Todo vacío, solo
el aire y yo. Nada más. Unos pasos imitaban el latido de un corazón. Pasos
lentos y constantes que se acercaban cada vez más a mí. Percibí hábilmente
cómo una puerta se abría y un chirrido hacía de banda sonora para la ocasión.
Una voz grave acompañaba esos pasos. Entonces, oí mi nombre. Una extraña
sensación me recorrió la espalda. “¡Yo! ¡Soy yo!”. Mis palabras salieron
proyectadas en el espacio sin querer. Todo el mundo hablaba y
como complemento, me ignoraba. Y yo gritaba cada vez más alto, cada vez más
fuerte.Y todo seguía igual. Yo oía, gritaba, y todo mi esfuerzo era en
vano. Traté de hablar cada vez más alto y cada vez más fuerte pero todo se
mantenía igual. Entonces distinguí entre todas aquellas voces una que
destacaba entre todas ellas. Sin duda alguna, era mi madre. Todos los
presentes camuflaron la realidad pero ella continuó interesándose por mí
cada vez más. A causa de ello, alguien murmuró algo. Fue entonces cuando oí
los bajísimos tacones de mi madre acariciar el suelo que, por su timbre,
parecía de mármol. Sentí cómo sus brazos me abrazaban y cómo sus lágrimas se
deslizaban por su cara hasta desembocar en mi mejilla.Distinguí su aroma
barato que imitaba, sin nada que envidiar, a un perfume de los más altos
rangos. Noté cómo besaba mi frente y acabó dormida sobre mí.
A partir de entonces nada sería igual. Todo seguiría inmóvil, ennegrecido.
La desgracia es evidente. No disfrutaría jamás de un buen libro como lo
había hecho hasta entonces, ni un color más, ni una foto... Nada, nada sería
igual. Pero he aprendido que eso no importa y me he adaptado a vivir así. Claro que
no podré ver una película en tres dimensiones, pero podré apreciar la música
de una forma diferente. Por supuesto que hay millones de cosas que no podré
hacer como hasta ahora, pero yo y muchas personas más en el mundo, vemos
todo desde otro punto de vista.